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sep – dic 2017

Reseña del libro del Víctor Manuel Pérez Talavera, La explotación de los bosques en Michoacán, 1881-1917. México, Gobierno del Estado de Michoacán, 2016.

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sept – diciembre 2017
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Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.

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México es un país de montañas: 67% de su superficie continental se eleva a más de 500 msnm y 50% a más de 1 000msnm. Tiene cuatro importantes sistemas montañosos, la Sierra Madre Occidental, la Sierra Madre Oriental, la Faja Volcánica Transmexicana y la Sierra Madre del Sur. La mayor es la Sierra Madre Occidental, que corre paralela a la costa del Pacífico y se eleva en promedio a 2 250 msnm, generando un paisaje respecto al cual el periodista Wallace Gillpatrick, quien pasó un año en las montañas de Durango al finalizar el siglo XIX, mencionaba que si no se ha cabalgado en mula por las montañas mexicanas, entonces no se ha conocido la felicidad que evocan los atardeceres soleados, las noches estrelladas, el bálsamo refrescante de los aromas de sus árboles, el canto de los pájaros y, más allá del encanto mágico del paisaje, el sueño de sus minas promete no solo la felicidad sino la riqueza. 1 1 (Gillpatrick Wallace, 1911:49)

Sin embargo, este paisaje idealizado contrasta con la imagen refractaria que existe en la historiografía sobre las montañas y sus recursos. México es un país con rostro de madera y el árbol es el actor fundamental en esta geografía, pero, a juzgar por las representaciones que tenemos de este paisaje, nada más alejado de la civilización que esta geografía boscosa y montañosa.

En efecto, cuando Cortés se presentó ante los reyes de España y le pidieron que describiera cómo era el paisaje de México, tomó un pedazo de pergamino, lo arrugó y lo extendió sobre la mesa a modo de analogía. 2 2 (Challenger, 1998:269) Allí estaba representada la geografía del descubrimiento. Estas montañas, siguiendo la teoría centro-periferia, tan en boga a partir de los años setenta, son lugares marginales, inmóviles, conservatorios de religiones y de costumbres. Esta representación no nace con la teoría centro-periferia, sino mucho antes, a mediados del siglo XVIII con la Enciclopedia. Por ejemplo, emerge con el retrato de los cretinos en el cantón alpino de Valais, del cual se dibuja un retrato catastrófico donde la suciedad, la falta de educación, el calor excesivo, las aguas, hacen de los habitantes seres imbéciles. 3 3 Alejandro Tortolero, “Mountain and Forest Communities and Their Changing Landscapes in 19th-Century Mexico”, en William Beezley, ed. The Oxford Research Enciclopedia of Latin American History. USA. Oxford University Press. 2015.

Las prisiones de larga duración, que son las mentalidades, en términos braudelianos, sin duda inciden para que este retrato tarde mucho tiempo en ser modificado, tanto en la historiografía europea como en la mexicana, y esto –que es lo que me interesa subrayar–, es uno de los principales aportes del presente libro.

En efecto, la literatura construye un imaginario ambiental asociado a los paisajes de montaña, un lugar donde reina el caos, el desorden, los peligros, solo superados con la ayuda de sus habitantes naturales, los indígenas. En el fondo, en esta descripción literaria la montaña coincide con la teoría de centro-periferia, donde el centro, es decir, las ciudades, son lo opuesto a las periferias: las montañas son arcaicas y aparecen al servicio de las ciudades, que son las fuerzas creativas de la civilización, los sitios de innovación y las fuentes de cambio social. Por ello, Fernand Braudel no duda en describir a la montaña como un mundo al margen de las civilizaciones, como una fábrica de hombres para su empleo fuera de estos territorios, un lugar sin historia. 4 4 Ibid.

Si esto ha sido criticado en Europa, donde 64% de su población vivía, a mediados del siglo XX, por debajo de los mil metros de altura, para el caso latinoamericano es aún más criticable, puesto que allí, por contraste, casi la mitad de su población habita en lugares de fuerte altitud y apenas un 7% lo hace en lugares menores a los 1 000 msnm.  En la época prehispánica Cuzco, situado a 3 300 metros de altura, contaba con cerca de cien mil habitantes y hacia el año 1 600 la ciudad de Potosí, situada a 4 100 metros, figuraba entre las ciudades más grandes del mundo. La cuenca de México, por su parte, situada a más de dos mil metros de altura, contaba con la ciudad más importante de Mesoamérica y albergaba un millón y medio de habitantes al momento de la conquista. 5 5 (Gibson,1964:137). El patrón de poblamiento empieza en las regiones altas, y de allí baja a las zonas costeras y de menor altitud. Por ello, no es extraño encontrar aportes como el de Pérez Talavera, que muestra la importancia de esta geografía montañosa michoacana con sus bosques de coníferas, sus bosques mesófilos de montaña y sus bosques tropicales.

Para describir este paisaje, el inventario de bosques michoacanos de 1885 y las descripciones geográficas, como las de Alfonso Velasco, son muy útiles para el autor. A pesar de no contar con una estimación global sobre el área boscosa michoacana, el maestro Pérez Talavera menciona cómo los bosques maderables soportan un crecimiento económico, donde los ferrocarriles, la economía familiar, la urbanización, el avance del agro sobre la silvicultura y la minería atentan contra el recurso. En su primer capítulo, al analizar el impacto ambiental responsabiliza a las empresas ferrocarrileras de consumir casi tres cuartas partes de la madera de los bosques michoacanos. La minería y el consumo familiar se ocuparían del resto. En realidad, me parece que aquí está trasladando el debate de los concursos que desplazan al indígena como responsable de deforestación; en adelante serían los trenes. En efecto, los ingenieros que participan en el concurso tratan de imponer el paradigma hidrológico-forestal: o se tiene industria ferroviaria o se tienen bosques. Para Altamirano los responsables son las empresas extranjeras. Luego, en el Segundo Concurso Científico de 1897, Chimalpopoca subraya el consumo de árboles motivado por la extensión de los ferrocarriles.

Sin negar los aportes de estos personajes, me parece que aquí se abre una ventana a la investigación. La percepción que tenemos de los trabajos realizados por los historiadores de la minería en México, es que son muy enfáticos al señalar que el consumo de madera en las actividades mineras es responsable de la deforestación, entre 1521 y finales del siglo XIX. Desde 1522, año en que se descubren yacimientos mineros en Oaxaca, hasta 1633, que surgen los yacimientos de Sonora, se forma un cinturón minero de dos mil kilómetros en torno a la sierra, que durará siglos. Muy pronto, desde 1542, el Virrey Antonio de Mendoza expresa que, con el descubrimiento de los yacimientos mineros de Taxco, se estaban destruyendo los bosques y en 1654 el gobernador de Parral, Enrique Dávila, menciona que la falta de carbón terminará con el real. En la provincia de Santa Bárbara bastó menos de un siglo para transformar prácticamente en desiertos a los valles intramontanos de la comarca.

Por ejemplo, Carlos Rubén Ruiz Medrano, en su libro sobre Paisajes culturales y patrimonio en el centro-norte de México refiere que, la existencia de estas zonas boscosas fue uno de los elementos primordiales para generar una infraestructura minera de forma acelerada, y las primeras descripciones de Real de Catorce son un testimonio de la riqueza de recursos madereros en toda la serranía: “Hay maderas de todos tamaños, en unas partes de pino y en otras de encinas […] por lo que es muy abundante en leñas […] Siguiendo en su descenso al río encontramos un monte impenetrable de encinas y pinos de tan imponderable corpulencia, […] que llegan a equipararse con los montes”. Muy pronto, en 1827 Henry Ward describía un paisaje totalmente ausente de vida vegetal y totalmente transformado:

No se ve ni un solo árbol, ni una sola hoja de hierba en las cercanías; y sin embargo, hace cincuenta años todo el distrito estaba cubierto de bosques […] Bosques enteros se quemaron para desmontar el terreno, y la madera más grande que se requiere para las minas se lleva desde una distancia de veintidós leguas [92.18 km]. 6 6 Carlos Rubén Ruiz Medrano, et. al, Paisajes culturales y patrimonio en el centro-norte de México. México, Colegio de SLP, 2014, pp.81-84.

En efecto, la minería dejaba un paisaje deforestado, sierras desnudas y lomeríos degradados, ya que esta industria consume más madera que otras. De hecho, una mina consume más madera que un pueblo de cinco a diez mil habitantes. En San Luis Potosí, por ejemplo, un pueblo de cinco a seis mil habitantes consumía de 5.6 km2 a 6.7 km2 de bosque por año, mientras que la minería consumía alrededor de 127 km2 por año en la misma época (siglo XVII). La industria del acero, responsable del consumo de bosques en Europa, consumía tres veces menos madera que la minería. 7 7 En Estados Unidos, durante el siglo XIX, un Alto Horno utilizaba por lo menos 100 ha de bosque cada año para funcionar y una industria en la etapa proto-industrial necesita la misma superficie para insumos de madera. Clive, Historia verde del mundo, Barcelona, Paidós 1992, p. 376 y Denise Woronoff, Histoire des forêts françaises, XVIe-XXe siècles. Résultats de recherche et perspectives. Cahiers du CRH, 1990. Esta última consume madera desde que se extrae el mineral hasta su transformación. El encino, el mezquite y el pino son empleados para túneles, terrazas, edificios, molinos y malacates; la madera también se emplea para hacer fuego y para acelerar la amalgamación. Quizá la superficie boscosa disminuyó en cerca de 400 mil kilómetros cuadrados durante la colonia y las primeras décadas del siglo XIX. 8 8 Daviken-Studnicki, “Exhausting the Sierra Madre: long term trends in the environmental impacts of mining in Mexico”, 2009. Studnicki y Schechter, “The environmental dynamics of a colonial fuel-rusch: Silver mining and deforestation in New Spain, 1522-1810” Environmental History 15, January 2010 p. 94-119. A finales del siglo, la deforestación disminuye por la introducción de la energía hidroeléctrica y en menor medida por el empleo del carbón, pero en zonas donde la precipitación es escasa, como en el norte, los árboles nunca se recuperan a pesar del surgimiento de políticas de reforestación.

Me parece, entonces, que a la luz de los trabajos recientes sobre minas michoacanas, como el de José Alfredo Uribe, se podrían revisar los datos de la página 78, que me parece no evalúan con justicia a las actividades mineras y en cambio exageran el impacto de los ferrocarriles, como también el de las políticas de Miguel Ángel de Quevedo.

La personalidad del “apóstol del árbol” ha tendido a ser rescatada en la historiografía actual y el autor forma parte de ese rescate, junto con Boyer, Simonian, Wakild y Urquiza. A mí me parece que todavía no tenemos un trabajo que explique en forma detallada la labor de este personaje.

Hace algunas décadas se afirmaba que era: “… el tecnócrata, constructor de casas de burguesía y restaura teatros por temblor de 1893. También construye el anexo del Palacio de Hierro, Banco de Londres y México y Edificio de Suprema Corte de Justicia”, todólogo que gozó de un extenso campo de acción. Puede participar en las obras del desagüe, tender una vía ferroviaria, construir diques, trazar una colonia, dotarla de drenaje, construir edificios y, más aún, divulgar una opinión acerca de su campo de trabajo. Quevedo ejercitó una actividad intelectual porque dominaba una serie de principios generales, que rebasan la mera solución de problemas. Esto lo tornó en un candidato ideal al servicio público. 9 9 Víctor Cuchí Espada, Las circunstancias de un tecnócrata. Miguel Ángel de Quevedo y el fin del Ayuntamiento capitalino. Historia colectiva de México, 2005, pp. 1-20.  

Ahora, en cambio, se menciona su labor como el paladín del conservacionismo mexicano, pero yo tengo mis dudas. Hasta 1914, Quevedo representa no al grupo del conservacionismo sino al de empresarios, que en este caso estudian al clima por sus relaciones con sus negocios personales. Esto lo observamos en Chapala, donde los hermanos Quevedo poseían una hacienda que se inundaba con la subida de las aguas. Allí constituyen la Hidráulica Mexicana destinada a la creación y explotación de una caída de agua. En 1902, deciden vender esta empresa a cambio de asesorar al comprador, Manuel Cuesta Gallardo, con todo lo que tuviera que ver con la actividad de la compañía. Para ella el aumento de las precipitaciones era fundamental y por eso estudia Quevedo el clima y las lluvias y publica en 1906, “La cuestión del lago de Chapala”, para defender a su hermano, donde apunta sus observaciones sobre clima y lluvias. Allí están otra vez sus intereses particulares y coincido con Haber, cuando afirma que durante el porfiriato se dio una integración gobierno-empresarios y el resultado de esta alianza permite abundantes beneficios para ambos bandos, a costa del desarrollo económico de México. Hasta aquí Quevedo representa no los intereses del país, sino los de su grupo empresarial en varios círculos.

1. En la región de Orizaba, Veracruz, en 1899, la fábrica de Hilados de Santa Rosa, diseñada por Quevedo, será un laboratorio de conservación forestal, p. 183. Sin embargo, trabajos de historia regional muestran lo contrario. Con la llegada de la fábrica se altera profundamente la ecología de la región. El agua es acaparada por las fábricas y los bosques se convierten en propiedad privada.

2. En el Valle de México, también. En San Ildefonso, Quevedo incluye por primera vez a la cuenca como construcción social, pero también la pregunta podría ser de otra manera. Las compañías eléctricas no pueden funcionar si no es por medio del dominio de grandes cuencas hidrográficas, como en el caso de Necaxa-Lerma. Por ello, adquiere terrenos en San Ildefonso y se comporta como lo hacen todos los empresarios eléctricos. Energía para mover la industria, para el abasto urbano y para el transporte. No hay modelo conservacionista porque se embalsa el agua, se hacen presas que luego se azolvan, se quita el agua a los pueblos y se obtienen jugosas ganancias. No es desarrollo nacional como muchos afirman, sino empresarial.

La prueba es que en 1904 la Junta Central de Bosques, nombrada por Quevedo, tiene a Manuel Vera, (ingeniero agrónomo), Jacinto Pimentel y Fagoaga (empresario), Guillermo Beltrán y Puga (ingeniero), Indalecio Sánchez Gavito (licenciado y empresario), Iñigo Noriega (empresario) y José de la Macorra (ingeniero y empresario). Dominan los empresarios y ellos no son precisamente conservacionistas de los bosques, como demuestro en mi próximo libro. 10 10 Alejandro Tortolero, Penser avec de chiffres. Banque et investissements français au Mexique, 1880-1930. France, Presses Universitaires de Rennes, 2018 (de próxima publicación).

No creo que Quevedo sea el apóstol del árbol que tanto se ha pregonado recientemente. Las ideas que a menudo se le atribuyen no son solo suyas. Por ejemplo, desde el siglo XV, el almirante del mar océano, Cristóbal Colón, advierte de los riesgos de deforestar las indias occidentales so pena de baja de precipitaciones. Sus observaciones fueron sacadas de la experiencia en islas canarias, donde hay penuria de agua por deforestación, pero también por conocimiento de teoría de Teofrasto. En efecto, estudiando la deforestación en la Grecia clásica, Teofrasto de Eresia, conservador del jardín botánico de Aristóteles y archivista, elabora sus teorías precoces de la desecación, estableciendo una liga estrecha entre deforestación y baja de precipitaciones con la destrucción de los árboles alrededor de las ciudades-estado griegas. En suma, se trata de teorías de largo aliento, que en México se introducen muy tardíamente cuando se debatían con fuerza desde el XVIII.

En su segundo capítulo, el autor menciona dos casos de agotamiento de los bosques. El primero en la Meseta Purépecha y el segundo en Coalcomán. Para la Meseta estima que, si su superficie era de 266 409 hectáreas, una tercera parte estaba cubierta de bosques, es decir, 88 803 ha. La Compañía industrial de Michoacán establece contratos para explotar estos bosques y al ritmo de aprovechamiento de esta compañía calcula que en los 30 años del arrendamiento explotó 64 680 ha. Es decir, “prácticamente todo el territorio de la Meseta”, p.137. Para ello, cuenta con el apoyo de los indios caciques de los pueblos, que le facilitan los arrendamientos, del gobernador Aristeo Mercado y del presbítero.

En Coalcomán, la Pacific Timber Company logra consolidarse sobre una superficie de 40 000 ha, mientras que la Balsas Hardwood Co. arrendaba cerca de 350 000 ha, lo que le sirve como muestra para estudiar cómo las empresas extranjeras son beneficiarias de los contratos de arrendamiento y la compraventa de terrenos madereros.

Finalmente, en el último capítulo el autor introduce acciones en pro de la defensa de los bosques, como la difusión del día del árbol en el Estado y la lucha por la defensa legal en pueblos como San Juan Parangaricutiro o en San Francisco el Nuevo. Aquí, me parece que hay dos cosas que valen la pena resaltar.

La primera es sobre las estimaciones de la cantidad de árboles que existen por hectárea. Es decir, para poder hacer una defensa de los recursos, los habitantes se enfrentan al problema de la imprecisión para medir la cuantía del recurso. Menciona que una estimación baja es de 350 árboles por ha, mientras que un funcionario que estudia el territorio calcula que existían 500 en su vista de ojos, que efectúa en 1907, p.182. Otra vez se abre una perspectiva de investigación muy interesante, ya que con base en esta narrativa nos damos cuenta de que la montaña sí tiene historia y allí la riqueza que la habita se expresa en volúmenes cuantificables. Simplemente hay que recordar cómo Scott, en su magnífico libro Mirar como un Estado, nos señala que “Invención de Ciencia Forestal en Prusia y Sajonia” es un modelo de formas de conocimiento y manipulación de instituciones poderosas con intereses definidos. El manejo del bosque se convierte en un mirador de planificación urbana, de desarrollo rural, de administración de tierra y de la agricultura. La Ciencia Forestal se desarrolla primero en Prusia y en Sajonia, entre 1765-1800, luego en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Se trata de una ciencia cameral para planeación sistemática. Los bosques tradicionalmente se dividen en lotes iguales. El número de lotes es igual al número de años del bosque y los cortes se hacen anuales. Los mapas son pobres y las medidas complicadas, por tanto, imposibilitan la valoración fiscal. Ante la escasez de madera se genera un cambio en la actitud. Johan Gottlieb Beckman introduce un nuevo método de poner etiquetas en una caja con cinco categorías de tallas de árboles. Estas se ponen en cada árbol y se cuenta el número de etiquetas faltantes para saber el número de árboles. Aparecen los cálculos de matemáticos sobre el volumen de árboles y rendimientos. Se hacen tablas con datos de edad, tamaño y rendimiento en madera. El siguiente paso es la selección de plantas, plantación y corte: se crea un bosque. Se pasa del caos al orden (hileras, espacios reducidos entre plantas, monocultivo). El bosque se convierte en un bien administrado, donde la reglamentación dispone árboles en hileras y distancias para ser cortados desde los mapas y cuadros de los oficiales. Se convierten en más manipulables, regulares, ordenados y uniformes, como los soldados. No es gratuito que los guardias forestales vistieran como soldados.

Las ventajas de esta forma de organizar los bosques son variadas:

  • Vigilancia rápida del guardia forestal.
  • Supervisión fácil.
  • Cultivo centralizado.
  • Terreno fácil de manipular y experimentar.

Este es un tema que el autor introduce y había que estudiar con más cuidado. La escuela de Nancy tiene el currículo alemán y de ahí se extiende a Europa y Estados Unidos. La hegemonía alemana es considerable al finalizar el XIX. Podríamos ver esta huella en los funcionarios que van a inspeccionar los bosques michoacanos o en los planes de la Escuela de Agricultura. Es algo que me parece sería muy útil rastrear.

La segunda es sobre la conflictividad ambiental. Considero que aquí el autor también abre otra perspectiva de investigación. El estudio de Paraganricutiro o de San Francisco El Nuevo me parece que refleja la lucha por la conservación de un recurso y en ese sentido sería un conflicto ambiental. No es un conflicto ambientalista, que se caracterizaría por la defensa de un modo de vida, ya que se menciona que San Francisco es un pueblo insignificante: p.183 Tampoco es un conflicto ecologista, porque no tiene la bandera de sustentabilidad que llegaran a enarbolar los conflictos en el siglo XX, pero también los conflictos ambientales nos muestran que la historia cultural no es suficientemente explícita cuando quiere analizar los conflictos sociales bajo la luz de variables como la autonomía de los pueblos. Es necesario introducir otras, como el autor bien señala, y por ello me parece que este libro nos muestra, en definitiva, que las montañas sí tienen una historia y que en en esta obra se muestra cómo el bosque era un negocio empresarial rentable. Los empresarios conocen la montaña con detalle y la aprovechan para formar enormes fortunas, como la que se señala de Slade o las que conocemos de los empresarios madereros de Chihuahua y de tantos lugares, que no solo inspiraron a Partridge o a Manuel Payno. Es por ello que, el libro abona al contraste de la montaña como el reino del caos, de los cretinos, del desorden, con otras fuentes (los botánicos, viajeros, empresarios) y observamos que este imaginario no se sostiene, que también la montaña tiene una historia y sus paisajes nos muestran el devenir temporal con sus profundas transformaciones. La montaña es un lugar fundamental para practicar una economía de base orgánica, que sostiene durante siglos la riqueza del país, desde el México minero colonial hasta el incipiente México industrial porfirista. Los empresarios conocen con detalle todos los recursos de la montaña y los explotan en su beneficio. Al hacerlo transforman los paisajes de montaña, contribuyendo a la degradación ambiental que caracteriza el siglo XIX. Un México con rostro de madera se transforma en lomeríos desnudos, faltos de vegetación, en enorme grieta que no solo nos retrata el pergamino arrugado de Hernán Cortés, sino la gran transformación de la montaña.

 


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